"Eramos ateos perfectos, de esos que ni se preguntan
por su ateísmo. Los últimos militantes anticlericales que todavía predicaban
contra la religión en las reuniones públicas nos parecían patéticos y un poco
ridículos, exactamente igual que lo serían unos historiadores esforzándose por
refutar la fábula de Caperucita roja. Su celo no hacia más que prolongar en
vano un debate cerrado mucho tiempo atrás por la razón. Pues el ateísmo
perfecto no era ya el que negaba la existencia de Dios, sino aquel que ni siquiera
se planteaba el problema. (...)
Dios no existía. Su imagen o las que evocan su existencia no
figuraban en parte alguna de nuestra casa. Nadie nos hablaba de Él. (...)No
había Dios. El cielo estaba vacío; la tierra era una combinación de elementos
químicos reunidos en formas caprichosas por el juego de las atracciones y de
las repulsiones naturales. Pronto nos entregaría sus últimos secretos, entre
los que no había en absoluto Dios.
¿Necesito decir que no estaba bautizado? Según el uso de los
medios avanzados, mis padres habían decidido, de común acuerdo, que yo
escogería mi religión a los veinte años, si contra toda espera razonable
consideraba bueno tener una. Era una decisión sin cálculo que presentaba todas
las apariencias de imparcialidad. ¿A los veinte años quiere creer? Que crea. De
hecho, es una edad impaciente y tumultuosa en la que los que han sido educados
en la fe acaban corrientemente por perderla antes de volverla a encontrar,
treinta o cuarenta años más tarde, como una amiga de la infancia... Los que no
la han recibido en la cuna tienen pocas oportunidades de encontrarla al entrar
en el cuartel...
Mi padre era el secretario general del partido socialista.
Yo dormía en la habitación que, durante el día, servía a mi padre de despacho,
frente a un retrato de Karl Marx, bajo un retrato a pluma de Jules Guesde
(socialista que colaboró en la redacción del programa colectivista revolucionario)
y una fotografía de Jaurès.
Karl Marx me fascinaba. Era un león, una esfinge, una
erupción solar. Karl Marx escapaba al tiempo. Había en él algo de
indestructible que era, transformada en piedra, la certidumbre de que tenía
razón. Ese bloque de dialéctica compacta velaba mi sueño de niño. (...)
El domingo era el día del Señor para los luteranos, que a
veces iban al templo, y para los pietistas, que se reunían en pequeños grupos
bajo la mirada falta de comprensión de otros. Para nosotros era el día del aseo
general, en el agua corriente del arroyo truchero, después del cual mi abuelo
mi friccionaba la cabeza con un cocimiento de manzanilla..."
En Navidad, las campanas de los pueblos cercanos, que no
encontraban eco entre nosotros, extendían como un manto de ceremonia sobre la
campiña muerta. Nosotros también nos poníamos nuestros trajes domingueros para
ir a ninguna parte (...) Almorzábamos en la mejor habitación, sobre el blanco
mantel de los días señalados.
Pero ni el moscatel de Alsacia, ni la cerveza, ni la
frambuesa, volvían a la familia más habladora. La comida, más rica que de
costumbre, y el abeto, completamente barbudo de guirnaldas plateadas, nada
conmemoraban. Era una Navidad sin recuerdos religiosos, una Navidad amnésica
que conmemoraba la fiesta de nadie.
Entre las izquierdas la política se consideraba como la más
alta actividad del espíritu, el más hermoso de los oficios, después del de
médico, sin embargo. A ella debían mis padres, por otra parte, el haberse
encontrado. Mi madre de espíritu curioso, había escuchado a mi padre hablar del
socialismo ante un auditorio obrero, con la fogosidad de sus veinticinco años,
una inteligencia combativa, una voz admirable. Desde aquel día, ella le siguió
de reunión en reunión, por amor al socialismo, hasta la alcaldía.
Mi madre vendía al pregón el periódico de la Federación
Socialista, completamente redactado por mi padre, entonces maestro destituido
por amaños revolucionarios y reducido a la miseria. Pero la política llenaba la
vida de mi padre. (...)
Rechazábamos todo lo que venía del catolicismo, con una
señalada excepción para la persona -humana- de Jesucristo, hacia quien los
antiguos del partido mantenían (con bastante parquedad, a decir verdad) una
especie de sentimiento de origen moral y de destino poético. No éramos de los
suyos, pero él habría podido ser de los nuestros por su amor a los pobres, su
severidad con respeto a los poderosos, y sobre todo por el hecho de que había
sido la víctima de los sacerdotes, en todo caso de los situados más alto, el
ajusticiado por el poder y por su aparato de represión…
Sobrenaturalmente, sé la verdad sobre la más disputada de
las causas y el más antiguo de los procesos: Dios existe. Yo me lo encontré.
Me lo encontré fortuitamente -diría que por casualidad si el
azar cupiese en esta especie de aventura-, con el asombro de paseante que, al
doblar una calle de París, viese, en vez de la plaza o de la encrucijada
habituales, una mar que batiese los pies de los edificios y se extendiese ante
él hasta el infinito.
Fue un momento de estupor que dura todavía. Nunca me he
acostumbrado a la existencia de Dios.
Habiendo entrado, a las cinco y diez de la tarde, en una
capilla del Barrio Latino en busca de un amigo, salí a las cinco y cuarto en
compañía de una amistad que no era de la tierra.
Habiendo entrado allí escéptico y ateo de extrema izquierda,
y aún más que escéptico y todavía más que ateo, indiferente y ocupado en cosas
muy distintas a un Dios que ni siquiera tenía intención de negar -hasta tal
punto me parecía pasado, desde hacía mucho tiempo, a la cuenta de pérdidas y
ganancias de la inquietud y de la ignorancia humanas-, volví a salir, algunos
minutos más tarde, "católico, apostólico, romano", llevado, alzado,
recogido y arrollado por la ola de una alegría inagotable.
Al entrar tenía veinte años. Al salir, era un niño, listo
para el bautismo, y que miraba entorno a sí, con los ojos desorbitados, ese
cielo habitado, esa ciudad que no se sabía suspendida en los aires, esos seres
a pleno sol que parecían caminar en la oscuridad, sin ver el inmenso desgarrón
que acababa de hacerse en el toldo del mundo. Mis sentimientos, mis paisajes
interiores, las construcciones intelectuales en las que me había repantingado,
ya no existían; mis propias costumbres habían desaparecido y mis gustos estaban
cambiados.
No me oculto lo que una conversión de esta clase, por su
carácter improvisado, puede tener de chocante, e incluso de inadmisible, para
los espíritus contemporáneos que prefieren los encaminamientos intelectuales a los
flechazos místicos y que aprecian cada vez menos las intervenciones de lo
divino en la vida cotidiana. Sin embargo, por deseoso que esté de alinearme con
el espíritu de mi tiempo, no puedo sugerir los hitos de una elaboración lenta
donde ha habido una brusca transformación; no puedo dar las razones
psicológicas, inmediatas o lejanas, de esa mutación, porque esas razones no
existen; me es imposible describir la senda que me ha conducido a la fe, porque
me encontraba en cualquier otro camino y pensaba en cualquier otra cosa cuando
caí en una especie de emboscada: no cuento cómo he llegado al catolicismo, sino
como no iba a él y me lo encontré. (...)
Nada me preparaba a lo que me ha sucedido: también la
caridad divina tiene sus actos gratuitos. Y si, a menudo, me resigno a hablar
en primera persona, es porque está claro para mí, como quisiera que estuviese
enseguida para vosotros, que no he desempeñado papel alguno en mi propia
conversión. (...)
Ese acontecimiento iba a operar en mí una revolución tan
extraordinaria, cambiando en un instante mi manera de ser, de ver, de sentir,
transformando tan radicalmente mi carácter y haciéndome hablar un lenguaje tan
insólito que mi familia se alarmó.
Se creyó oportuno, suponiéndome hechizado, hacerme examinar
por un médico amigo, ateo y buen socialista. Después de conversar conmigo
sosegadamente y de interrogarme indirectamente, pudo comunicar a mi padre sus
conclusiones: era la "gracia", dijo, un efecto de la
"gracia" y nada más. No había por qué inquietarse.
Hablaba de la gracia como de una enfermedad extraña, que
presentaba tales y cuales síntomas fácilmente reconocibles. ¿Era una enfermedad
grave? No. La fe no atacaba a la razón. ¿Había un remedio? No; la enfermedad
evolucionaba por sí misma hacia la curación; esas crisis de misticismo, a la
edad en que yo había sido atacado, duraban generalmente dos años y no dejaban
ni lesión, ni huellas. No había más que tener paciencia.
Se me toleraría mi capricho religioso a condición de que
fuese discreto, como lo serían conmigo. Se me rogó que me abstuviese de todo
proselitismo en relación con mi hermana menor. Ella se convertiría a pesar de
todo al catolicismo, y mi madre también, bastantes años después de ella"
(Dios existe. Yo me lo encontré)
Frossard escribió el libro de su conversión, Dios existe. "Yo
me lo encontré", que mereció el Gran Premio de la literatura Católica en Francia
en 1969, y que se convertiría en un best-seller mundial.
Muere en París en 1995 a los 80 años de edad, tras
haber sido uno de los intelectuales católicos franceses más influyentes de su
país en el siglo XX.
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