En
la Palabra, en los mandamientos de Dios está la clave de la vida, de la
felicidad, y la fuente de la verdadera sabiduría. La sabiduría para el buen
vivir no está en nuestros instintos o en las modas o estadísticas de este
mundo, sino en conocer y seguir la voluntad de Dios, que nos comunica en su
Palabra revelada. Dice el libro del Deuteronomio: “Estos mandatos
son vuestra sabiduría y vuestra inteligencia a los ojos de los pueblos que,
cuando tengan noticia de todos ellos, dirán: Cierto que esta gran
nación es un pueblo sabio e inteligente”. Dios se ha manifestado liberando de la
esclavitud. La Palabra que Dios ha
dado al pueblo de Israel es inmutable: «No
añadáis nada a lo que os mando ni suprimáis
nada». Y llega a plenitud en
Jesucristo. El mandamiento de Jesús es éste: que el hombre sea humano
hacia sí mismo y hacia los demás.
“Escuchad y entended todos: Nada que entre de fuera
puede hacer al hombre impuro; lo que sale de dentro es lo que hace impuro al
hombre. Porque de dentro del corazón del hombre salen los malos propósitos, las
fornicaciones, robos, homicidios, adulterios, codicias, injusticias, fraudes,
desenfreno, envidia, difamación, orgullo, frivolidad. Todas esas maldades salen
de dentro y hacen al hombre impuro”. Ya sabemos que no es multiplicando leyes y tribunales y cárceles como
reformamos la sociedad o al hombre si éste no es transforma en su interior sino
cambia su corazón. Y no se trata de multiplicar vigilancia y policías y cámaras…
porque, si bien mediante ello algo podría lograrse, todo quedaría en nada si
los encargados de hacer cumplir esas ordenanzas no fueran a su vez honestos y
constantes. La mera coacción no es suficiente para controlar todo. Si cada uno
no es vigilante, señor de sí mismo, nada se consigue. Dice Santo Tomás de
Aquino que las muchas leyes eran síntoma de sociedades inmorales.
Sin
pureza del corazón no hay fe, no hay vida cristiana, porque esta mira
precisamente a liberar al hombre de sus pasiones y del vicio, para hacerlo
capaz de amar a Dios y al prójimo como Cristo nos enseñó. En realidad, el único
remedio ante la corrupción y la inmoralidad es la purificación del hombre desde
su interior. Lo superficial o exterior sirve de poco o de nada. La misión de la
Iglesia en el anuncio del Evangelio y el hombre de buena voluntad tienen, en
este sentido, un papel fundamental en la sociedad. “Las fuerzas humanas tienen
un límite, por amor podemos ir más allá”.
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