"Esta resistencia duró cuatro años. Me atrevo a afirmar que fue una defensa heroica. Y la lucha fue noble y radical. No omití nada. Utilicé todos los medios posibles de resistencia. Una tras otra, tuve que deponer las armas. Fue grande la crisis de mi existencia, esta agonía del pensamiento: «La lucha del espíritu es tan brutal como las batallas entre los hombres. ¡Oh! ¡Noche dura! La sangre derramada arde sobre mi rostro!» La juventud que tan fácilmente abandona la fe, no sabe que tormentos cuesta recuperarla. La idea del infierno, la propia idea de la belleza, todas las alegrías que, a mi parecer, tendría que sacrificar para regresar a la verdad, me retracto de todo.
Finalmente, me cayó en las manos una Biblia protestante que cierta amiga alemana ofreciera una vez a mi hermana Camila. Fue en la noche de aquel día memorable de Notre Dame, después de haber regresado a casa, a lo largo de las calles mojadas por la lluvia, que entonces me parecían tan raras. Por primera vez, oí resonar en el corazón la voz, tan suave, y al mismo tiempo tan inflexible de la Sagrada Escritura, que jamás se extinguiría. Apenas a través de Renan conocía yo la historia de Jesucristo. Y, fiándome en este impostor, no sabía siquiera que Él se había proclamado el Hijo de Dios. Cada palabra, cada línea, en su majestuosa simplicidad, revelaba la mentira de las afirmaciones descaradas de aquel apóstata y me abría los ojos. Como el centurión romano, reconocí verdaderamente que Jesús es el Hijo de Dios. A mí, Paul, se dirigió Él, entre todos, y me prometió su amor. Pero, al mismo tiempo, no me dejó otra alternativa más allá de la condenación, si no lo siguiese. ¡Ah! ¡Yo no precisaba que me explicasen lo que venía a ser el infierno; ya había pasado en él mi «temporada»! Aquellas pocas horas habían llegado para demostrarme que el infierno está en cualquier parte que no esté Cristo. ¿Y qué me importaba el resto del mundo, de cara a este nuevo y maravilloso ser que acababa de serme revelado?
Así hablaba en mí el hombre nuevo. Pero el viejo resistía con todas las fuerzas y no quería entregarse a esta nueva vida que en frente se abría. ¿Será preciso confesar que el sentimiento que más me impedía manifestar mi convicción era el respeto humano? La idea de revelar a todos mi conversión y de decir a mis padres que no comería carne los viernes; el hecho de tener que afirmarme como uno de los católicos tan ridiculizados, me causaba sudores fríos. Y, momentáneamente me revelaba hasta contra la violencia que me había sido hecha. Pero sentía sobre mí una mano firme.
No conocía ningún sacerdote. No tenía un único amigo católico.
El estudio de la religión pasara a ser para mí el interés dominante. ¡Cosa curiosa! El despertar del alma y las cualidades poéticas se dio en mí al mismo tiempo, y deshizo mis preconceptos y mis recelos infantiles. Aunque anduviese todavía alejado de los sacramentos, ya tomaba parte en la vida de la Iglesia.
Podía, al fin, respirar, y la vida me penetraba por todos los poros. Los libros que más me ayudaron, en aquella época, fueron, en primer lugar, los Pensamientos de Pascal, obra inestimable para todos los que buscan la fe; la «Divina Comedia», de Dante; y, finalmente, las maravillosas narraciones de Catarina Emmerich. La Metafísica de Aristóteles me purifico el espíritu, y me introdujo en los dominios de la verdadera inteligencia. La «Imitación de Cristo» pertenecía a una esfera demasiado elevada para mí, y sus dos primeros libros me parecieron de una terrible dureza.
Pero el gran libro que se me abrió y en el cual hice mis estudios, fue la Iglesia. ¡Alabada sea por toda la eternidad esta grande y majestuosa Madre, en cuyas rodillas todo aprendí! Los Domingos los pasaba en Notre-Dame, y, siempre que me era posible, iba también allá durante la semana. Era en esta altura tan ignorante en mi religión como lo podría ser en relación al Budismo. Y ahora se desarrollaba, delante de mí el drama sagrado, con tal magnificencia, que sobrepasaba toda la fuerza de mi imaginación. ¡Ah! Este ya no era, ciertamente, el lenguaje mezquino de los «devocionarios». Era la poesía más profunda y gloriosa, eran las actitudes más sublimes que jamás habían sido concedidas a seres humanos. Nunca me conseguía saciar por completo con el espectáculo de la Santa Misa, y cada movimiento del sacerdote se grababa profundamente en mi espíritu y mi corazón. La lectura del oficio de Difuntos, la liturgia de la Navidad, el drama de la Semana Santa, el cántico celestial del «Exultet», ¡todo esto me sofocaba de alegría, gratitud, arrepentimiento y adoración! Poco a poco, lenta y penosamente, abrió camino hasta mi corazón el pensamiento de que el arte y poesía son también cosas divinas. Y el placer de la carne no es indispensable para ellas, sino antes perjudicial. ¡Cómo envidiaba a los cristianos felices que veía comulgar! Solo me atrevía, sin embargo, a mezclarme con aquellos que, todos los viernes de la Cuaresma, venían a besar reverentemente la corona de espinas.
Entretanto, pasaban los años y mi situación se tornaba insoportable. Íntimamente, me dirigía a Dios con lágrimas; y, con todo, no me atrevía a abrir la boca. Y, a pesar de eso, mis objeciones se tornaban cada vez más débiles, y más dura la exigencia de Dios. ¡Oh! ¡Qué bien conocí este momento y con qué firmeza me quedó grabado en el alma! ¿Pero cómo es que tuve coraje para resistirle? Tres años después, leí las obras póstumas de Baudelaire. Y vi que el poeta, que yo prefería a todos los poetas franceses, había reencontrado la fe en los últimos años de la vida, y se había debatido con las mismas angustias y los mismos remordimientos que yo.
Me llené de coraje, y, una tarde, me acerqué al confesionario de S. Medardo; mi parroquia. Los minutos que esperé por el sacerdote fueron los más amargos de mi vida. Me encontré con un anciano, que me pareció muy poco sacudido con la historia, que a mí, todavía, me parecía muy interesante. Habló (para mi gran aborrecimiento) de los «recuerdos de mi primera y santa comunión». Me ordenó terminantemente que revelase a la familia mi conversión. Y hoy no puedo dejar de darle razón. Humillado y mal dispuesto, salí del «confesionario» y solo allá volví al año siguiente. Ahora, estaba completamente vencido, sumiso y extenuado. Allí, en aquella misma iglesia de S. Medardo, encontré a un sacerdote nuevo, compasivo y fraternal, el P. Ménard, que me reconcilió con la Iglesia. Más tarde, conocí allá otro santo y venerado sacerdote, el P. Villaume. Se convirtió en mi director y mi querido Padre espiritual, cuya poderosa protección, allá desde el cielo, siento ahora continuamente. La segunda comunión la recibí, como la primera, el día de Navidad, el 25 de Diciembre de 1890, en Notre-Dame." (Ma conversion)
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