Mi vida como cristiano deja mucho que desear. Ahora esto me parece evidente, pero no siempre ha sido así. No porque yo fuera un santurrón, meapilas y beato, sino por todo lo contrario. Habituado a escuchar discursos buenistas y falsamente misericordiosos, me había acostumbrado a justificar mis pecados. Los pecadores, pensaba, son esos tipos importantes de la curia y de las grandes multinacionales. A Dios no le importan mis defectillos, yo soy un buen tío. Al fin y al cabo, somos humanos y no hay que exagerar. Además, estamos en el siglo XXI y las cosas son de otra manera.
Por circunstancias que ahora no vienen al caso, empecé a leer Infocatólica y a escuchar Radio María. Poco a poco, algo fue cambiando en mi corazón y empecé a interesarme por los argumentos que, lejos de darme la razón, desmentían todas mis excusas. A finales de abril de 2013, unos días antes de que mi hija comulgase por vez primera, fui a confesarme. Lloré por mis pecados como una magdalena y salí del confesionario con un gozo que me desbordaba el corazón.
Amar la doctrina antes me parecía, como hijo de mi tiempo, complaciente, rancio y acomodaticio. Ahora sin embargo, se me antoja exigente, fresco y audaz. Querer ser santo me parecía petulante. Consideraba más razonable y humilde conformarse con ser buena persona; uno de esos tipos solidarios y enrollados que todo el mundo quiere. Qué equivocado estaba. Para ser santo hay que mendigar la gracia de Dios y hacerse pequeño porque es algo que no está en nuestras manos. Conformarse con menos es decirle a Dios que no se meta en nuestra vida, que sabemos muy bien lo que nos conviene y que vaya a engañar a otro porque nosotros vamos a seguir haciendo lo que nos dé la gana.
Yo soy un desastre con patas, así que no me queda otra que ponerme ante el Sagrario y decir: “Señor, quieres que sea santo. Tú verás lo que haces porque yo no sé por dónde empezar”.
Por favor, no escuchéis a los que os digan que las cosas no cambian, que Dios se conforma con poco, que nos quiere acomodados. Solemos seguir la corriente a los locos, a los tontos y a los que queremos que nos dejen en paz. Si Dios no tiene por costumbre darnos la razón es porque no nos tiene por locos ni por tontos y mucho menos quiere que le dejemos en paz. Nos toma muy en serio.
Roblete
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