Según el Evangelio de hoy, hay cosas pequeñas que pueden volverse muy grandes, y dar mucho fruto
y esas cosas pequeñas que no le damos importancia resultan demasiado importantes.
Dios quiere que prestemos atención a las cosas pequeñas. La liturgia por
ejemplo está hecha de cosas muy pequeñas: recibimos al más grande del universo, a Jesucristo, y ¿cómo lo
recibimos? Como si fuera un trozo de pan. O como un sacerdote, un pecador,
tantas veces indigno, con algunas palabras puede perdonar totalmente nuestros pecados. Nuestra fe y nuestra relación con Dios está hecha de cosas muy
pequeñas. Pero el mundo no tiene ojos para las cosa pequeñas. Ve a un embrión en
el vientre de una mujer y dice: eso no es nada se puede eliminar; y Dios dice
eso es precioso, es una vida inmortal.
A los cristianos de hoy nos toca crecer en medio del descreimiento, de la inmoralidad, teniendo que
enfrentar la indiferencia, la hostilidad o la seducción de
los cantos de sirenas del mundo, venciendo la tentación del mimetismo, del
hacer lo que hacen los demás, lo que piensa y dice la mayoría, de someternos a los dictados de la moda, o a las
costumbres impuestas a las mayorías…
No es tiempo
para cristianismos burgueses, cómodos, católicos de fin de semana, cristianos
de sillón frente a la televisión...
Estamos en tiempo de mártires -aunque de momento, nosotros, no tendremos ese honor, solo tienen el empeño de
corrompernos-, es hora de echar raices profundas en la fe, en el conocimiento de la Escritura, de oración, de perseverancia y de ascesis...
Pero tengamos la certeza de la eficacia de la palabra de Cristo, de la
fuerza de su Reino, del poder de esa semilla pequeña, que sea que duerma o se
levante el hombre, de noche o de día, germina y va creciendo, sin que se sepa
cómo. Hasta el día de la hoz y de la
cosecha.
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